Política y felicidad

Menudo dilema.

A pesar de la crisis, persiste en la sociedad la idea de que "la política es un puro". Para quienes estamos "enganchados", esto nos parece un disparate, pero no somos capaces de convencer a nadie de que cambie su actitud.

Frente a los incrédulos, parecemos gatos maullando en lo alto de solitarios tejados. Repetimos cansinos la cantinela de que "la política importa", de que el mundo se nos va al carajo por culpa de los malos políticos; por una democracia anémica. ¡Y mira si somos pesados y que - incluso - hay quien nos da la razón para callarnos!

Pues nada: "Paso de ese asunto" - ésa es la (im)postura generalizada.

¿Por qué?

Porque se entiende que la política es fuente de preocupaciones y causa de infelicidad. Parece evidente que nadie con ideales políticos ha conseguido nada más en la vida que sufrir y amargarse. Seguro que hay quien opina que la "inquietud política" es una enfermedad crónica, haciendo bueno el dicho de los políticos: "no se preocupen ustedes; sigan disfrutando sus vidas, que ya estamos aquí nosotros para preocuparnos."

Hay una postura ante la vida que desprecia todos los esfuerzos que no tengan una recompensa inmediata. Hay quien se ha quedado enganchado a las alegrías y las inquietudes infantiles, a los indios de plástico y las meriendas con nocilla; No ha pasado al siguiente escalón: El de aceptar nuestra propia fragilidad. El de perdonar los complejos heredados y reirse de nuestros "pedos mentales".

¿En qué escalón estamos los que "sentimos" y "padecemos" la política?

Hay que pensarlo tranquilamente, porque nos movemos siempre al borde, entre lo ideal y lo práctico, según nos venga el día. A mi me viene pasando que la política ha dejado de parecerme una preocupación mesiánica para ser una preocupación natural, una pieza de mi mismo. Me alivia mucho reconocerlo, porque si a mí - que soy una triste víctima de la LOGSE - me ha ocurrido antes de los 30, quiere decir que no hay mala educación que no pueda curarse.

Ojalá, el día de mañana, la educación fomente en los jóvenes la inquietud por realizarse plenamente como personas. A día de hoy, me conformo con que, gente como yo, malcriada e inculta, sea capaz de mirarse en el espejo e ir, poco a poco, retirándose la pelusilla de los ojos. Creo que esto es fundamental, porque vencer las dificultades pasa necesariamente por aceptarlas y comprenderlas antes de afrontarlas.

Esa entelequia que llamamos "política", vista desde una perspectiva "un poco más madura" de la vida, no puede sino inspirar una actitud cargada de vitalidad, radiante de esperanza. "Somos animales políticos" y, de un modo más o menos consciente, vivimos sumergidos en un mundo construido sobre relaciones políticas. Tomar contacto con esta realidad - y dejar de ser, por tanto, un ignorante - es, al menos, para sentirse aliviado.

Si los que amamos la política aceptamos que las preocupaciones políticas son causa de un padecimiento sin cura, sencillamente hemos fracasado antes de empezar. Más bien, debemos hacer nuestro lo que decía Serrat: "Nunca es triste la verdad; Lo que no tiene es remedio".

La vocación política de un ciudadano comienza siempre por entender que la realidad que vibra detrás de esa vocación es la que es, no la que nos gustaría que fuera. Desde una visión lúcida de los problemas colectivos, se dibuja claramente un camino que nos lleva directamente a la felicidad, porque quien defiende lo que cree que es bueno, el que lucha por el bien propio - sin perjuicio del bien de los demás - y el que exije para sí el mismo respeto que dedica a los demás, no debe cargar a sus espaldas la culpa por los daños que no ha cometido, ni debe sentir vergüenza por el tamaño de sus manos o de sus piernas: cada uno abarca lo suyo y anda lo que puede. Todo lo que hacemos nos distancia de ese estado vegetativo de las almas muertas y nos acerca más al mundo y a lo que somos realmente.

Hoy, igual que siempre, nos damos a conocer por nuestros actos. Claro que el rencor, la ceguera y la envidia pueden alimentar la ambición política. Claro que la historia está plagada de decisiones políticas que han regado la tierra de sufrimiento. Pero quien quiere la democracia porque cree en la igual dignidad de todos los ciudadanos, el que cree que un hombre justo basta para salvar una nación, el que siente un voto como extensión de la palma de su mano, ¿qué entiende de toda esa basura? Este pobre hombre se mueve por la vida, acechado por el porvenir, envuelto en sombras de un mundo que no puede comprender ni controlar, demasiado complicado. A este buen hombre le pregunto yo: ¿Te hace feliz la política?

Un artículo imprescindible

Mientras sigo cocinando la simulación que tengo comprometida con mi amigo Lino, me acabo de encontrar un artículo largo (de los que me gustan a mí) que no tiene desperdicio. Lo reproduzco a continuación:

LA CORRUPCIÓN ARRANCA DE LAS URNAS

El origen de toda la corrupción social española procede de la corrupción política de este postfranquismo que nunca fine, del ejemplo que un grupo de personas, escogidas supuestamente para defender los derechos de la ciudadanía, ofrecen a ésta. Y el mensaje que le envían es bien claro: “¡Hay que trincar todo lo que se pueda en el menor tiempo posible!”. Porque la corrupción, sabedlo, no es únicamente un efecto colateral de la existencia del capital, usado a espuertas por sus fabricantes, la élite financiera, para corromper; sino la consecuencia inexorable del mecanismo electoral español que no sólo permite la corrupción, sino que la fomenta.

La Constitución Española de 1978 pone la primera piedra de la corrupción institucionalizada cuando proclama que los derechos políticos de los españoles sólo pueden ser canalizados a través de los partidos. Es decir: que el ciudadano puede votar a un partido o a otro, pero ahí terminan sus derechos políticos, ¡y que se atenga a las consecuencias después de votar, porque es el garante último de los errores, los dispendios y las corruptelas de la clase política entera!

La segunda piedra angular es la Ley Electoral, ésa que desarrolla el asunto de las urnas, que consagra el sistema proporcional. Significa eso que el representante de cada ciudadano no es una persona concreta —ante la que se pueda protestar o exigir el cumplimiento de promesas electorales, y a la que se pueda llegar a deponer mediante un procedimiento legal y ágil en caso de corrupción—, sino un partido político que obtiene unos cuantos diputados en la provincia concreta en la que vota el ciudadano. Un partido que sólo puede ser censurado, tras cuatro años soportando sus desmanes, no votándolo en las siguientes elecciones. Pero así —dicen los defensores del sistema— ¡no se “pierde el voto” ciudadano! A fin de cuentas, quieren significarnos aunque no lo digan, el pueblo español es inculto y vago, y no quiere decidir sobre cada cosa, sino sólo sobre la etérea ideología general imperante en las decisiones del poder; y que, en definitiva, si la elección es mediante listas cerradas en circunscripción provincial, el representante, en vez de ser una persona, es un partido cuya entera lista cargará solidariamente con las consecuencias de cualquier decepción. Y eso viene a decir que el pueblo piensa supuestamente que todo lo que hagan el socialismo o el conservadurismo está bien, aunque luego el socialista elimine el Impuesto de Patrimonio o el conservador no toque una coma de la Ley del Aborto cuando gobiernan. ¿Alguien se lo cree? Pues sí: todos los miembros de las sectas partidarias. Y nadie más.

La tercera piedra angular es la raíz de la verdadera podredumbre en que se halla sumida la política española. Y no puede imponerse por ley, como las otras dos, porque es manifiestamente ilegal. Sin embargo, la ciudadanía, como consecuencia de la corrupción moral que sufre, tras treinta años de putocracia parlamentaria, la considera algo normal. Se llama “voto útil”, e implica que se vulnera incluso el principio fundamental de permitir la libre elección del partido cuya ideología le parece al ciudadano más oportuna. ¿Y cómo se coarta esa libertad? Pues, en primer lugar, si se trata de un partido pequeño, minoritario, haciéndole ver que corre el riesgo de no llegar a obtener el 3% de los votos necesarios en una circunscripción para obtener representación —ojo: el representado es el partido, no el ciudadano—; y que, en tal caso, “desperdiciaría su voto” —te dicen. Y en segundo, porque los dos partidos mayoritarios (o nacionales) son tan corruptos, actúan de manera tan criminal, que el ciudadano, con tal de evitar que uno cualquiera de ellos (el que más odie) llegue al poder, se sume en la putrefacta mecánica del “voto útil”. Comete fraude democrático de voto útil el ciudadano que no vota al partido cuya ideología le parece más apropiada para legislar de acuerdo con sus intereses o sus principios, sino a otro, para evitar que gobierne un tercero. El fraude del voto útil, que los grandes partidos fomentan, consiste entonces en quebrantar la libertad moral del ciudadano de votar a quien desea mediante la triquiñuela de hacerle incurrir en la responsabilidad de tener que elegir entre sus preferencias para el Legislativo y sus consecuencias en el Ejecutivo. Es tratar de poner al ciudadano en la tesitura de hacer la oportuna carambola a cinco bandas para que los partidos, tras el oportuno consenso (o pacto de gobierno para la legislatura; el consenso no es un valor democrático, sino oligárquico), que es la cuarta piedra angular de la política tendente a la corrupción generalizada, acaben por investir a un Presidente del Gobierno concreto, y no a otro. Los partidos cometen fraude electoral pretendiendo darle la opción de decidir sobre la investidura de un presidente u otro, porque si fuera eso lo que quieren debieran hacerlo dejándole votar directamente en las urnas al Presidente, y no tomarle el pelo mediante un artificio que es como tratar de manejar una marioneta sin tener acceso a los hilos. El voto útil vulnera abiertamente el espíritu y la letra de la Constitución Española de 1978, y quiebra la poca libertad política que ésta otorga a los ciudadanos.

Trataré de ser didáctico, aún a riesgo de ser reiterativo. Supongamos que Juan Español, que sabe ya que no puede tener un representante político concreto, una persona con nombre y apellidos a la que poder exigir el cumplimiento de sus compromisos electorales y a la que poder exigir la dimisión, está dispuesto a asumir gustosamente la Constitución y desea votar a una lista de partido. Y supongamos que viene a parecerle que el Partido Comunista de España es aquél cuyos “principios éticos” le parecen los más adecuados para su forma de ver la cosa pública, y le gustaría votarles. Pero observa perplejo que, en tal caso, la derecha podría llegar a gobernar... Y acordándose de la Guerra de Irak, del “nunca mais” o del accidente del Yak42 —cuestiones que el propio PCE aventó hasta el aburrimiento en su día, quién iba a decirles que acabaría costándoles perder varios diputados como premio—, quiere evitar que el PP llegue al poder. Como tal deseo prevalece sobre el de que los comunistas lleguen al Legislativo, vota al PSOE, porque puede llegar a gobernar. Evidentemente, en cuanto ha cometido el pecado democrático del “voto útil”, ya está arrepentido. Y mucho más cuanto más avanza la legislatura y ve actuar a Zapatero como el muñeco de Botín.

¿Por qué sucede esto? Porque el sistema español es una “democracia parlamentaria," lo que significa que al Presidente del Gobierno lo eligen las Cortes. Si no fuera así, si el Presidente fuera elegido, como propone la Plataforma para la Modificación del Artículo 99, de la Constitución Española, en una segunda vuelta electoral entre los cabezas de las dos listas más votadas al Legislativo, Juan Español sería libre de votar al PCE en las Legislativas (que funcionarían como una primera vuelta en la elección del Presidente) sin la coacción del “voto útil”, porque tendría la segunda vuelta para poder votar a Zapatero frente a Rajoy. Y dejarían de vulnerarse sus derechos de poder elegir, como mínimo, al partido cuya ideología le parece más apropiada para legislar en las circunstancias del momento.

El voto útil es, además de una práctica ilegal intrínsecamente prohibida por la Constitución, una agresión a los partidos minoritarios y un impedimento anti-democrático que los mayoritarios —PP y PSOE— impulsan y provocan para hacerse con el poder. El mecanismo del voto útil despoja a los partidos minoritarios y a los ciudadanos de sus legítimos derechos a representar y ser representados en las Cortes. Esto explica claro como el agua por qué la política de PP y PSOE no es contentar a sus electores cumpliendo el programa electoral que les prometieron, sino conseguir desquiciar a los electores del partido mayoritario contrincante. Cada vez que Zapatero —lo llama tensión y es, en realidad, fomento de la crispación social— pone alguna Bibiana Aído al frente de un ministerio, por ejemplo, las posibilidades de supervivencia de un partido pequeño menguan considerablemente.

Si se estableciera la mínima y humilde separación de poderes que preconiza la Plataforma Artículo 99, lo más probable es que los españoles tuviéramos un Parlamento tremendamente plural, con diputados de una docena de partidos. PP y PSOE serían mayoritarios, sí; pero con un máximo de unos 100-120 diputados cada uno (por eso jamás tolerarán la reforma del Artículo 99 de la Constitución). El resto, 110-150 diputados, pertenecerían a una decena de partidos. En general, el Parlamento sería ideológicamente de centro-izquierda, como el propio Pueblo Español; y con ese tenor serían redactadas las leyes (por eso jamás Botín la tolerará tampoco); mientras que el Gobierno sería la mayor parte de las veces de derechas (son mejores gestores), pero gobernarían con las manos atadas, no pudiendo meterle mano a las leyes, sino sólo a su ejecución. En el sistema que preconiza la Plataforma para la Reforma del Artículo 99 de la Constitución Española, ningún Aznar podría llevarnos a ningún Irak.

Ajenos a la asunción de su inconstitucional comportamiento, los partidos descargan la responsabilidad por el anti-democrático voto útil en los propios electores, ya que —dicen— nadie les pone una pistola en el pecho para que voten a uno u otro partido. Pero eso no es cierto: sí que se les pone cuando, por ejemplo, ETA descerraja con cinco tiros la cabeza a Isaías Carrasco, o se vuelan cinco trenes pocos días antes de una consulta electoral. La prueba de que la putrefacción del voto útil es deseada por los partidos mayoritarios, y su práctica intencionada, es que tienen a mano la solución para que el secuestro de la voluntad popular desaparezca, y es la elección de Legislativo y Ejecutivo en urnas separadas. Y no sólo no la implementan, sino que ni siquiera la han mencionado jamás.

MESS
Fuente: http://servicios.invertia.com/foros/read.asp?idMen=1018830582

Especulaciones sobre el sistema electoral. Propuesta.

Aún a riesgo de haberme dejado en el tintero la mitad de las ideas que tenía en la cabeza, prefiero exponer en este último aparte una propuesta concreta de sistema electoral y esperar que mis estimados lectores ayuden a que fermente.

Vamos a ello.

Un sistema electoral democrático, dijimos el otro día, está diseñado sobre la base de una distancia mínima entre electores y representantes. Esta distancia puede ser, como mucho, de un sólo paso, lo que quiere decir que mi voto va directamente a la persona que quiero que me represente. A partir de este punto, la ley electoral debe responder a las preguntas que nos hicimos el primer día y, a ser posible, debe hacerlo de manera óptima. Básicamente, el sistema debe garantizar que los representantes públicos sean los más responsables y los que mejor representen al pueblo. Podemos verlo también desde otro punto de vista: el mejor sistema electoral es aquél en el que haya libertad para escoger a quien mejor nos represente; el que nos proteja contra los políticos que falten a su palabra y los que no asuman la responsabilidad de sus errores y, también, el que preserve la legitimidad del cargo en nuestras manos, de forma que, igual que podemos darlo, también podamos quitarlo.

Todo lo que hemos dicho hasta ahora se puede asegurar por medio de una serie de condiciones, como podrían ser:
  • La ley electoral no puede ser arbitraria.
  • La ley electoral debe preservar la igualdad de voto de todos los ciudadanos, garantizar la libre competencia entre candidatos y disponer los cauces para alcanzar la igualdad de oportunidades, de todos los ciudadanos, de ejercer el sufragio activo o pasivo.
  • Debe haber un único sistema electoral, aplicable a todos los procesos de elección que se convoquen.
  • El voto es directo: de elector a candidato.
  • El proceso electoral y sus leyes deben ser controlados por personas ajenas a los procedimientos electorales e indiferentes ante su resultado.
  • La ley electoral puede establecer no sólo condiciones inhabilitantes para el ejercicio público, sino también condiciones para aspirar a cargos electos, así como los procedimientos para alcanzar tales condiciones.
  • El programa electoral debe tener partes legalmente vinculantes.
  • El poder de un representante público es proporcional al número de ciudadanos que representa, en la misma proporción para todos los miembros de una misma institución.
  • La definición de los distritos electorales y los criterios técnicos de representación debe ser tales que garanticen la máxima responsabilidad de los elegidos y la máxima representación de los electores.
  • Todo cargo público debe comparecer periódicamente ante sus votantes y dar precisa cuenta de su labor, responder a las dudas y cuestiones que los votantes le planteen y, si llegara el caso, someterse a una moción de censura que le revoque de su puesto.
  • La ley electoral carece de validez sin la aprobación de la mayoría absoluta de los electores.
Lo anterior debe ser pulido y sometido a juicio crítico, pero puede servir como base para un sistema electoral realmente democrático. Si una propuesta de reforma pasa el filtro anterior, tiene para mí todas las papeletas para ser un buen sistema electoral.

Me queda dar una propuesta concreta que complete esta exposición de una manera elegante y ejemplar. No sé si es un sistema físicamente realizable, pero ahí va mi idea:

De partida, asumo la propuesta de mi compañero Quijano: diseñemos un sistema con distritos uninominales por mayoría. En este sistema, cada distrito tiene un único representante, elegido por mayoría de votos en elección a doble vuelta. La propia ley obliga a que este cargo represente a todos los votantes de su distrito - no sólo a sus electores -, y no es un deber retórico, sino un derecho garantizado por varios mecanismos; entre ellos, la moción de revocación.

El poder del Estado debe quedar dividido y separado en sus tres facetas básicas y, para cada una de ellas, debe existir una entidad que tome la iniciativa en el ejercicio del poder y una entidad independiente que ejerza una labor de contrapeso. Podemos poner nombres a estas entidades para ilustrarlo:

I. Poder ejecutivo: la iniciativa corresponde al Gobierno y el control corresponde al Senado.
II. Poder legislativo: la iniciativa queda a cargo del Parlamento, cuya labor es supervisada por el Tribunal Constitucional.
III. Poder judicial: el Consejo General tiene la iniciativa, mientras que la tarea de control queda en manos de la Fiscalía del Estado.
IV. Las más altas instancias del Estado son la Jefatura del Estado, el Tribunal Supremo, el Tribunal de Cuentas y la Junta Electoral Central.

Al menos para mí es indiscutible que todas las instituciones de los grupos I, II y III deben someterse al juicio de las urnas, mientras que los del grupo IV admiten alguna discusión. El sistema electoral que hemos escogido es uninominal por mayoría y, además, hemos dicho que debe aplicarse a cualquier proceso de elección. Lo único que nos queda por discutir es cómo definir los distritos electorales para garantizar "la máxima responsabilidad de los elegidos y la máxima representación de los electores". Pues bien, lo que propongo a continuación es lo único realmente novedoso que trae esta especulación tan larga: QUE SEAN LOS CIUDADADANOS LOS QUE DEFINAN LOS DISTRITOS ELECTORALES.

No es ninguna locura. Es la expresión definitiva de madurez por parte de la ciudadanía y el método más radical para preservar, para siempre, la orientación del sistema electoral hacia el bien común de los ciudadanos.

¿Cómo se hace tal cosa?

Los electores deben estar apuntados, antes de la votación, en un distrito electoral (y sólo en uno). Cada distrito elige un representante de entre una lista de, al menos, un candidato, ya que siempre se considera válida la opción de votar en blanco, que se interpreta en términos de un no-candidato (posteriormente conmutable por un candidato real). La opción de la abstención se ejerce no inscribiéndose en un distrito o no votando. En ambos casos, vale lo mismo: no se tendrá representante durante todo el mandato (en este caso, no hay un "escaño vacío"). El voto nulo deja de ser un voto de protesta y sólo puede entenderse como un error, que puede ser subsanado en caso de nueva convocatoria.

Cualquier elector que no aspire a ser elegido en unas elecciones tiene el derecho de abrir un distrito, mediante los procedimientos que se habiliten, en la primera fase del proceso electoral, denominada "convocatoria". Un distrito tiene tres propiedades: denominación, área geográfica (con carácter vinculante) e identidad (no vinculante). Una vez, abierto, el distrito no pertenece a nadie, por lo que su denominación no puede hacer referencia a ningún posible candidato o partido. La identidad del distrito define la inquietud que suscita su aparición o la sensibilidad que su fundador quiere imprimirle. Según su viabilidad electoral, los distritos pueden estar "vivos", si cumplen las condiciones mínimas fijadas para el momento de la convocatoria, o "muertos", si no superan dichos mínimos. También, en función del tamaño y la extensión en relación a los máximos permitidos, los distritos pueden estar "cerrados", si han llegado al máximo permitido para un distrito (no permitiendo que nadie más se apunte), o "abiertos", en caso contrario. A lo largo del proceso de convocatoria, los distritos tendrán que superar una serie de condiciones para considerarse distritos vivos y, al término del plazo, sólo los distritos vivos se convierten en distritos electorales. Todos los distritos muertos permanecen abiertos hasta el último día de la fase de convocatoria, pudiendo darse el caso de que un distrito muerto supere el umbral un minuto antes de cerrar el plazo y se considere finalmente un distrito válido. Lógicamente, la libertad de movimiento de los electores garantiza que, al término del plazo, sólo sigan "vivos" los distritos que aglutinen a la mayoría de los electores. Los electores tienen derecho a inscribirse en un cualquier distrito abierto que incluya su domicilio (el del censo electoral) y pueden borrarse y apuntarse en cualquier otro distrito abierto compatible con su domicilio, tres veces hasta el fin del plazo y una vez más -sólo una- entre el fin de convocatoria y la presentación de candidaturas.

El sistema garantiza que el número de distritos válidos está dentro del rango predefinido de cargos que se van a elegir y que todo el mundo ha tenido la oportunidad de inscribirse en un distrito válido. La holgura del rango es la que establece las condiciones de viabilidad de los distritos; éstas pueden ser condiciones sobre el tamaño mínimo del distrito ("se considera vivo si aglutina, al menos, al 51% del electorado") o su extensión geográfica ("estará vivo si ocupa una extensión superior o igual a una provincia"). Las condiciones deben definirse de tal modo que no se puedan producir empates ni haya intervalos de incertidumbre. Por ejemplo, el área geográfica del distrito es una condición fundamental para determinar la viabilidad de un distrito. Nominalmente, un distrito puede tener un área geográfica concreta, mientras que su extensión real puede estar incluso por debajo del valor nominal (distrito muerto) o haberlo igualado (distrito "cerrado"). El valor real de la extensión lo da la dispersión de los electores inscritos en él: un distrito de área nacional con todos sus electores concentrados en varios municipios de una provincia estará muerto a menos que empiecen a apuntarse electores de muchas más provincias. Como regla de uso, si el Estado está organizado en barrios, municipios, comarcas, provincias y comunidades, se considerará que la extensión pasa al siguiente escalón territorial cuando la dispersión de los electores llega a más del 33% de las unidades dentro del mismo territorio y pasa al escalón más alto cuando ocupa varias unidades de territorios distintos. Ejemplos: cuando un distrito aglutina más del 33% de los barrios de una misma ciudad, pasa a tener extensión "municipal"; cuando aglutina barrios dispersos de varias localidades de una misma comarca, pasa a tener extensión "comarcal".

En este sistema, es la propia libertad de los ciudadanos la que organiza los distritos y, por tanto, la que garantiza la máxima representatividad. El sistema de elección uninominal por mayoría, complementado por los mecanismos que hemos descrito antes, garantiza la máxima responsabilidad.

¿Cómo funcionaría este sistema en la estructura de gobierno que hemos descrito? Veamos cada caso por separado.

1. EJECUTIVO

1.1. Gobierno: La elección del Presidente del Gobierno afecta a todos los ciudadanos del país. Parece sensato apostar por un único distrito de alcance nacional con una representación mínima del 51% del electorado para el único distrito vivo. En este caso, efectivamente, no tiene sentido el proceso de convocatoria, ya que, al final, todo el mundo que quiera votar estará apuntado al único distrito electoral válido. En este caso, se puede imponer la “tradición” de que la Junta Electoral Central abra el distrito y gestione la división de los votantes en colegios, sectores y mesas del modo más eficiente.

1.2. Senado: El Senado actúa en esta propuesta como cámara de control del ejecutivo y, por lo tanto, debe representar a todos los ciudadanos en tanto que a éstos les afecta la aplicación de la ley. Una buena estrategia para garantizar la representación de toda la población y una cámara pequeña puede ser exigir distritos electorales con una extensión mínima de una provincia y máxima de una comunidad, con una representación de, al menos, el 50% del electorado de su zona. Esto quiere decir que, como máximo, el Senado estaría ocupado por 104 senadores de provincia, que representarían, con su voto, cada uno al 50% de la población de su provincia; como mínimo, el Senado podría estar compuesto por 19 senadores generales, que representarían, cada uno, al 100% de cada comunidad autónoma. ¿Quién decidiría la composición y extensión de los distritos electorales? El pueblo, lógicamente. También podrían aprovecharse las Juntas Electorales (Central y Provinciales) para que sean las que tomen la iniciativa de abrir los distritos correspondientes. Al final de la convocatoria, sólo las Juntas cuyos distritos sigan vivos se encargarán de gestionar la organización del proceso de votación.

2. LEGISLATIVO

2.1. Parlamento: El Parlamento es la cámara donde se elabora la ley. En ella, deben estar representados todos los ciudadanos, con especial atención a sus sensibilidades políticas. Precisamente por ello, deben ser los ciudadanos quienes se organicen para determinar qué sensibilidades deben ser tenidas en cuenta a la hora de legislar y con qué peso. En la formación de los distritos para las elecciones al Parlamento, se muestra claramente toda la potencia de este mecanismo de definición de ciscunscripciones y, por ello, debemos tener más cuidado al elaborar las condiciones de viabilidad los distritos, ya que de ellas depende el buen funcionamiento del sistema representativo.

El tamaño mínimo de un distrito lo fija la provincia con menor censo electoral (67% del censo electoral de Melilla = 34.673 aprox.). A partir de este valor, se establecen distritos de grado I (entre 34.673 y 69.345 electores), II (69.346 - 104.018), III (104.019 - 138.691), IV (138.692 - 173.374) y V (173.375 - 208.038). Esta división se hace para garantizar que la representación de todos los ciudadanos sea la misma en el Parlamento dentro de un órgano estable y operativo: Si todos los distritos electorales fueran de tipo I, el tamaño del Parlamento sería desmesurado (1.024 parlamentarios), mientras que, con distritos de tipo V, podría ser pequeño o poco representativo (170 parlamentarios). Este sistema no está completo si no se añaden condiciones de extensión a cada grado de distrito: los de tipo I deben ocupar la extensión mínima de una comunidad o región autónoma; los de tipo II, de una provincia; los III, de una comarca; los IV, de un municipio y, finalmente, los V pueden ocupar la extensión mínima de un barrio. La extensión máxima de cualquier distrito es todo el país. Con esta división, evitamos que, por ejemplo, Madrid, con un censo de casi 2,5 millones de votantes, se convierta en un panal de 70 distritos tipo I (70-D1) y aseguramos que, cuando mucho, estará dividida en 11-D5 (por barrios), 14-D4 (por municipio) o una mezcla de ambas.

Este sistema no puede garantizar que algunos ciudadanos no hagan un uso violento de los distritos, facilitando el trabajo a sus partidos con la creación de distritos ideológicamente afines a un candidato o distritos con sensibilidades radicales organizados para ganar una mínima representación parlamentaria (pensemos en grupos separatistas, fanáticos religiosos o de ideología extrema). Es aquí donde se pone a prueba la fortaleza del sistema, pero no a nivel de partidos, sino en las calles, ya que corresponde a los ciudadanos, con su inscripción en los distritos, el dar legitimidad y oportunidades a las diferentes demandas políticas que, luego, pueden ser correspondidas con una, varias o ninguna oferta electoral, porque puede darse el caso de que un distrito esté vivo al final de la convocatoria pero no se presente por él ningún candidato válido.

En general, es posible que el comportamiento de una gran masa de población sea reproducir la estructura del actual sistema electoral a nivel de distritos. En Sevilla capital, por ejemplo, se podría dar una división de la ciudad en 3-D4; Si los partidos supieran aprovecharse del sistema, utilizarían a sus bases para que uno de esos distritos fuera de signo mayoritariamente pro-PP y el otro de signo pro-PSOE, quedando una tercera plaza en tierra de nadie, con una cierta tendencia hacia el PSOE, donde habría espacio para la confrontación. Aún en esta circunstancia, este sistema tendría de positivo, con respecto al actual, la posibilidad que tendrían los partidarios del PP y los del PSOE de escoger a su representante de entre los que se presenten por su distrito. Nada asegura, por otra parte, que la estrategia pre-electoral de los partidos funcione (puede que esos distritos lleguen muertos al final de la convocatoria) y, en caso de no ser así, nada impide a los críticos, a los reformistas y a los simpatizantes de partidos minoritarios organizarse en distritos de ámbitos mayores para sumar a más gente a su causa y así aspirar a una plaza en el Parlamento.

Este sistema garantiza, como estamos viendo, la responsabilidad de los elegidos para con sus electores y lo hace sin perjuicio de la representatividad que, todo lo contrario, es inmensa gracias a la flexibilidad de los distritos. Un sistema proporcional clásico no ponderaría mejor la representación de las minorías que este sistema, aún siendo mayoritario.

La logística de las elecciones parlamentarias es más compleja, porque no puede comenzar hasta que se haya cerrado la convocatoria y debe resolverse en un corto plazo de tiempo a qué Junta corresponde la competencia sobre cada distrito electoral antes de abrir el plazo de presentación de candidaturas. En general, los distritos de tipo I serán gestionados por la Junta Electoral Central; los de tipo II serán competencia de una Junta de Provincia si se quedan en el mínimo o de la Junta Central si se extienden por más de una provincia; los tipo III, igualmente, serán competencia de las Juntas de Provincia cuando la delimitación del distrito no supere una provincia y de la Junta Central cuando las comarcas reunidas en el mismo distrito pertenezcan a varias provincias; los distritos tipo IV son competencia de las Juntas Municipales siempre que no superen la demarcación de dicha junta, pasando, según en cuánto superen esta demarcación, a manos de las Juntas de Provincia o la Junta Central; finalmente, los distritos V se reparten del mismo modo que los IV, entre Municipales, Provinciales y Junta Central.

2.2. Tribunal Constitucional: Este tribunal debe ser un organismo pequeño donde esté representado el interés de todos los españoles, pero, sobre todo, la integridad de la ley. Los candidatos a cargos del TC deben ser jueces de reconocido prestigio que deben convencer a los españoles de su valía para ocupar un cargo tan importante. En este caso, el sistema de distritos electorales garantiza la primacía de los ciudadanos sobre las inferencias de los partidos y de los bandos ideológicos dentro de la carrera judicial, ya que la continuidad de los jueces depende de la aprobación de su distrito electoral, no del apoyo de un partido ni la confianza de tal o cual asociación judicial. Para el buen funcionamiento del tribunal, el poder específico de cada miembro debe ser igual al del resto, por lo que las condiciones de viabilidad de los distritos deben garantizar que su tamaño se mantenga dentro de un rango pequeño. Se imponen las siguientes condiciones: el tamaño mínimo deben ser 5,88% del electorado total y el tamaño máximo el 7,69%. La extensión mínima de un distrito es de una comunidad autónoma. Se garantiza, de este modo, un Tribunal compuesto por un mínimo de 13 y un máximo de 17 magistrados.

Cualquier ciudadano puede abrir un distrito electoral para la elección de un magistrado constitucional, pero se entiende que los distritos propuestos por miembros de la carrera judicial responderán mejor a la organización territorial de la Justicia (dado su conocimiento de la distribución territorial en provincias y partidos judiciales) y recogerán más adecuadamente las diferentes sensibilidades en disputa dentro de su oficio. Esto no tiene que traducirse ni como una “prebenda” ni como una “concesión”, sino como una “costumbre” sensata que, además, facilita a los ciudadanos la participación en un terreno que nos es tan extraño que nos puede abrumar la sola idea de dividir el territorio en distritos electorales para la elección de magistrados.

3. JUDICIAL

3.1. CGPJ: se organiza como el TC, con un número de miembros que entre 26 y 34. La extensión mínima de un distrito es la provincia y, por los números, es fácil deducir que el mínimo y el máximo es la mitad del fijado para los distritos del citado órgano. El mínimo sería, por tanto, el 2,94%, y el máximo el 3,845%.

3.2. Fiscalía del Estado: La elección a nivel nacional queda acotada a la extensión de toda una comunidad (mínimo y máximo) y una representación del 51% del electorado, asegurando así su funcionamiento como un pequeño Senado Judicial.

Como comentario final, hablar un poco sobre las “lagunas” de esta propuesta. Por ejemplo, lo dicho no resuelve el caso de que el número de distritos válidos fuera menor al mínimo establecido (porque, por ejemplo, no se llegaran a cubrir ni 13 distritos válidos para elegir a los miembros del Constitucional), ni cómo se presentan candidaturas, cómo es la campaña electoral o cómo es el procedimiento de votación. Tampoco hemos visto cómo se implementaría el sistema para la inscripción particular, aunque podamos intuir que habría un procedimiento presencial y uno telemático para agilizar los trámites y consultar en tiempo real la evolución de los distritos durante la convocatoria... Estos aspectos, en comparación con lo presentado, me parecen secundarios; por eso prefiero dejarlos, si os interesan, para una exposición posterior.

Otro día podemos jugar con los números, pero creo que lo anterior es suficiente para que nos hagamos una idea de qué sistema electoral estamos definiendo. Tenemos ante nosotros un sistema que teóricamente garantiza, con sus principios, normas, reglas y especificaciones, la organización y distribución del poder conforme a criterios democráticos, quedando preservada la integridad del sistema mediante los múltiples contrapesos entre poderes, las obligaciones para con los votantes y los poderes irrevocables de los ciudadanos. Esta idea maximalista incluye, como simplificaciones, cualquiera de las formas de elección mayoritaria que existen en el mundo y, por lo tanto, en la medida en que estos sistemas derivan de este planteamiento matriz, podemos estar convencidos de sus beneficios y de las oportunidades que brindan a la sociedad civil y a la causa democracia. No obstante, no perdamos de vista los elementos del núcleo del problema electoral, a los que tendremos que dar respuesta si realmente queremos que estas ideas se conviertan algún día en una propuesta formal puesta sobre la mesa de los poderosos y bajo el felpudo de nuestros conciudadanos.

Hasta aquí mi especulación. Espero algo de lo dicho haya servido, al menos, para inquietaros.

Nota: Los datos utilizados para la elaboración del ejemplo han sido recogidos de la sección"Datos de la Oficina del Censo Electoral para las Elecciones Europeas de 7 de junio de 2009" del INE.

Especulaciones sobre el sistema electoral. El núcleo del problema.

Hay algunos elementos, a la hora de diseñar un sistema electoral, que definen su utilidad para el funcionamiento del estado y apuntan las trayectorias futuras hacia las que puede acabar degenerando. Uno de estos elementos - quizás el más importante - es la dicotomía "control/representación".

El otro día, comencé hablando de una propuesta de reforma muy interesante que hizo Luis Alonso Quijano. En su blog, mi compañero enunciaba una ley que nos vale para introducir esta discusión y nos va a llevar hasta el meollo del problema de la reforma electoral. Él aportaba la siguiente relación lógica:

Representación = Responsabilidad / Distancia.

Para que queden claros los conceptos en juego: Cuando hablamos de distancia, nos referimos al número de escalones entre la decisión de voto del ciudadano y los medios de decisión política; es decir, cuántas veces es procesado nuestro voto hasta convertirse en nuestro representante. Por su parte, la representación es el grado en el que las inquietudes y posiciones particulares se ven reflejados o atendidos por o en la persona a la que se vota. Finalmente, la responsabilidad es el peso moral del cargo y el deber de asumir las consecuencias de las propias decisiones.

Pues bien, tomemos de nuevo nuestra ecuación. Si nos fijamos en la Distancia, despejando, nos queda:

Distancia = Responsabilidad / Representación

El origen de la discusión en torno a los sistemas electorales está precisamente en esta posición dividida entre la responsabilidad de los cargos públicos y la representación que atesoran. Pensemos en ello un momento: ¿Qué es más importante para un demócrata: que pueda exigir responsabilidad a su representante por sus actos o que le represente del mejor modo posible? Para una misma distancia, si apostamos por el control (aumentando la responsabilidad), disminuye la representación; por el contrario, si apostamos por la representatividad, disminuye la responsabilidad. Así, parece difícil conseguir ambas cosas al mismo tiempo.

Cada democracia ha resuelto históricamente esta cuestión a base de ensayar y corregir errores. Algunas, como la española, no se han construido en torno a la inquietud de controlar a los representantes y garantizar al mismo tiempo que las Cortes sean representativas; ello explica la apuesta por un sistema trampeado y falto de sensibilidad hacia los problemas reales de la gente y, en otro orden de cosas, por qué la clase dirigente suelta una carcajada cada vez que alguien habla de una reforma del sistema electoral. En otras latitudes, sin embargo, la cuestión de adoptar un sistema proporcional o mayoritario no ha sido trivial y se ha comprendido, fundamentalmente, como una apuesta por la representatividad o por la responsabilidad.

Tenemos que pensar en esto un momento. Hay una trampa mental que hemos aceptado y que es la causa de este enfrentamiento ficticio. Está en la misma ecuación:

Distancia = Responsabilidad / Representación

De algún modo, al escoger entre un sistema mayoritario o uno proporcional, se nos está pidiendo que escojamos entre responsabilidad y representación, pero ambas variables serían libres si la distancia también fuese libre. Por el contrario, si se mueven como un balancín es porque la distancia está FIJADA de antemano. No importa el valor de esa distancia; Lo importante es comprender que la motivación que impulsa la decisión "proporcional" o "mayoritario" es garantizar el control del sistema por parte de quienes fijan la distancia entre electores y elegidos. ¿Y quiénes son estos? Ni más ni menos que quienes hacen las leyes electorales.

El control de la distancia entre electores y elegidos se consigue por medio de tres mecanismos. En primer lugar, en la medida en que los partidos se interponen entre los electores y los cargos y controlan las "papeletas" de voto, tienen poder para controlar la distancia entre ambos. Por ejemplo, en España, el sistema de listas cerradas y bloqueadas es un instrumento de control de máxima eficacia que, en la práctica, aisla a los representantes públicos de los votantes. En segundo lugar, la ausencia de mecanismos de revocación en manos de la ciudadanía y el poder de coacción de los partidos a la hora de ejercer del poder (mediante la disciplina de voto, la adulación presidencial o la intervención en el poder judicial) descarga en gran medida a los representantes de su responsabilidad individual al diluirla en el grupo y, al mismo tiempo, los hace impermeables a las inquietudes de los votantes, ya que, en la práctica, deben su permanencia al criterio del partido. Todo ello, en suma (responsabilidad y representatividad se hacen cero) hace que la distancia se haga indeterminada. El último mecanismo es más sutil y, por ello, más difícil de explicar. Todo el sistema electoral está pensado y hecho por políticos, para políticos: Fueron políticos los que decidieron cuáles iban a ser las normas, las reglas y los criterios técnicos de la ley electoral; No se le preguntó a ningún ciudadano si le parecía bien o mal y todo se justificó, al tiempo, en las circunstancias históricas. Lo cierto es que, cuando los políticos españoles decidieron adoptar la Ley D'Hont, la mitad no tenía ni idea de cómo aplicar la dichosa regla ni qué implicaba; Tampoco se le ocurrió a nadie discutir por qué el distrito electoral debía ser la Provincia, o que el número de parlamentarios y senadores fuera A y no B. Con independencia del rigor con que fueran establecidos, los elementos principales de la ley electoral fueron escogidos de manera inamovible, porque los partidos políticos fueron mutando para adaptarse al nuevo espacio de poder definido a partir de esos criterios y, al cabo de los años, el sistema ha degenerado en una poderosa enredadera abrazada en torno al proceso electoral y toda su parafernalia. Los partidos viven por y para las elecciones y, en razón de ello, invierten cantidades estratosféricas en controlar el mercado electoral y maximizar sus ingresos políticos. Cualquier cambio en los elementos técnicos de la ley (el más mínimo coeficiente, cualquier revisión de los distritos, del número de parlamentarios...) supondría, para los partidos, la pérdida de sus posiciones de mercado y la total incertidumbre respecto a sus posibilidades. Todo esto quiere decir que, por definición, el sistema electoral es el eje de coordenadas de la partitocracia y, por lo tanto, una ley blindada.

Pero un sistema electoral no puede ser diseñado y controlado por políticos. La cercanía es algo incómodo para los políticos porque les despista de su objetivo, que es disfrutar del poder. Por una cuestión más cultural que ideológica, en algunos países se ha apostado por un sistema proporcional y en otros por un sistema mayoritario, pero en todos se ha mantenido la necesidad, por parte de la casta política, de controlar la distancia. Para los políticos, la distancia es la pieza clave del sistema electoral (cuanto más lejos, mejor). ¿Y para los ciudadanos? He aquí la cuestión.

Para la mayoría de los ciudadanos, lo fundamental es que los políticos sean responsables de sus actos y que representen a sus votantes; en definitiva, que trabajen por y para el pueblo. Ello exige que su labor esté permanencemente expuesta al público y que permanezcan siempre cerca de la ciudadanía, para que ésta pueda juzgarles y no sólo darle o quitarle su voto, sino también transmitirles directamente sus denuncias y valorar cotidianamente sus decisiones. Nada de esto debe suponer una carga para quien quiera ser representante público y, desde luego, ningún político debería atreverse a apelar a la eficiencia, el retraso o el coste de esta organización. El problema no está tanto en la reticencia de los políticos como en la falta de compromiso de la gente, porque esto que pedimos, aún siendo razonable, requiere esfuerzo.

Para quienes estamos convencidos de que este régimen es, en el mejor de los casos, una democracia enferma, este esfuerzo nos parece una carga que alegremente estamos dispuestos a soportar, porque pensamos que la intervención de agentes que alejan a los representantes públicos del pueblo es una distorsión grave de la democracia. Creemos que la solución a los problemas que genera la falta de democracia es una democracia plena y que ésta se garantiza, como mínimo, cuando un voto se convierte, sin intermediarios, en un representante público. En democracia, la distancia es binaria: O es "1" (y tenemos un sistema representativo), o es "0" (y tenemos una democracia directa).

Cuando el sistema electoral garantiza que la distancia es "1", es posible alcanzar una representatividad política equiparable a la responsabilidad de los cargos, porque, lo dice nuestra ecuación, si Distancia = 1, entonces:

Representación = Responsabilidad

Así, desaparece la dicotomía "control/representación" y se abre la posibilidad de una política que reconforte a los ciudadanos, no a los partidos. Las condiciones técnicas que establezca este sistema dibujarán un escenario político donde el ciudadano será siempre protagonista, mientras que los partidos tendrán que evolucionar hacia organismos altamente competitivos, dinámicos y cercanos, en vez de las estructuras monolíticas e inaccesibles que conocemos. Además, a distancia "1", no hay un tope para la responsabilidad ni la representación: si garantizamos que avancen al mismo paso, el sistema electoral no tiene por qué ser algo cerrado, sino, por el contrario, una aplicación que, en sucesivas versiones, garantice cada vez más control y representatividad para los ciudadanos.

Un sistema electoral coherente con los principios que introdujimos el otro día debe apostar, radicalmente, por la mínima distancia que los ciudadanos estén dispuestos a asumir. Si queremos una democracia, esta distancia debe ser, como mucho, "1".

Este es el núcleo del problema: Convencer a la gente de que la distancia con sus representantes no es algo insustancial y que, de hecho, guarda una estrecha relación con el mal gobierno y la sensación de abandono, incapacidad y desazón que transmite nuestro sistema parlamentario. Convencer al votante es lo más difícil - más que persuadir a los políticos de que abandonen sus prebendas - porque en su mente se ven nítidamente las consecuencias que tiene esta reforma: al poner al ciudadano frente al político, no sólo el político es responsable de sus actos; también lo es el ciudadano. Es posible que, gracias a este sistema, los políticos trabajen por atender a la gente y puedan estar sujetos al control del pueblo, pero, desde luego, será a costa de sacrificar la comodidad.

Los aspectos fundamentales del sistema electoral están ya sobre la mesa. Hemos enunciado las carencias del sistema actual, hemos identificado las amenazas a las que se enfrenta cualquier reforma y los beneficios que asegura un cambio en la dirección apuntada. El próximo día, podremos exponer los elementos básicos de una propuesta que garantiza la máxima responsabilidad y la máxima representación, a distancia unitaria entre ciudadanos y cargos públicos.

Especulaciones sobre el sistema electoral. Principios.

Dándole vueltas al último artículo de mi estimado compañero Luis Alonso Quijano, he llegado yo mismo a dudar de algunas ideas que consideraba intocables sobre la organización del sistema electoral. De repente, se me ha ocurrido que igual merecía la pena ponerlo por escrito, a ver si alguien les ve sentido a estas divagaciones mías. El papel lo aguanta todo, así que estén sobre aviso de lo que viene a continuación.

Empecemos por el principio: ¿Qué es un sistema electoral? La definición fetén nos la da la wikipedia: el conjunto de principios, normas, reglas y procedimientos técnicos enlazados entre sí -y legalmente establecidos- por medio de los cuales los electores expresan su voluntad política en votos que a su vez se convierten en escaños o poder público.

  • Los principios del sistema electoral definen las condiciones generales del mismo: quiénes pueden votar, quiénes pueden ser elegidos, cómo es el voto.
  • Lar normas definen los procedimientos a seguir y las reglas a las que deben atenerse actores y procesos que participen en el sistema electoral. Hay normas para ser candidato, normas que definen un censo electoral, otras que definen cómo debe ser un colegio electoral, cómo se organiza una campaña...
  • Las reglas definen los medios de control jurídico del proceso, que sirven para resolver conflictos y disputas, así como imponer sanciones, llegado el caso.
  • Los procedimientos técnicos permiten, de acuerdo con las normas y dentro de los principios establecidos, convertir los votos en representantes públicos.
Hasta aquí la teoría que nos interesa. A partir de este punto, debemos preguntarnos: ¿qué votamos? Resulta, por lo pronto, que no se puede concebir un sistema electoral separado de su gobierno. Todo gobierno democrático que se precie se organiza de acuerdo con un sistema electoral justo porque, al fin y al cabo, un sistema es sólo una manera de convertir votos en legitimidad. Si todo gobierno tiene sus facetas - al menos, la ejecutiva, la legislativa y la judicial - cada una de ellas debe organizar sus cargos de acuerdo a un sistema electoral. En España, asumimos que el sistema electoral es el que dice cómo se organizan el Parlamento y el Senado, pero también hay un sistema para elegir al poder ejecutivo y otro para formar la cúpula del Poder Judicial.

Si nos planteamos reformar este sistema, podemos hacerlo ciñéndonos a las convenciones clásicas (debe ser mayoritario / debe ser proporcional) o podemos aventurarnos a hacer una propuesta que rompa con las limitaciones que daban lugar a esa clase de disputas. No estoy diciendo nada trasgresor; sólo estoy invitando a aprovechar al máximo el repertorio de variables que definen un sistema electoral.

De principio, queremos un sistema electoral democrático. Para ello, debe estar dotado de sufragio universal, libre, personal e intransferible. Además, debe estar asegurada la separación e independencia de poderes, lo que significa que debe existir una elección por cada unidad de poder ejecutiva, legislativa y judicial. Ahora bien, ¿quién decide la organización jerárquica de los tres poderes? Esto es: ¿Quién reparte las atribuciones ejecutivas, legislativas y judiciales entre los ámbitos nacional, regional, provincial y local? Obviamente, debe hacerlo la Constitución. Por lo tanto, nuestro sistema electoral tiene que ser igualmente válido con independencia de esa estratificación del poder e, incluso, de que ésta sea sea susceptible de modificarse.

Se plantea la cuestión de quién puede presentarse a las diferentes elecciones y tenemos que empezar a tomar decisiones: si alguien quiere ocupar un cargo en el poder judicial, se entiende que debe cumplir una serie de requisitos, lo que no ocurre si quiere ser alcalde o diputado por su provincia. ¿Es apropiado exigir unos mínimos? Personalmente considero que sí, aunque con ciertas prevenciones. Los romanos tuvieron un sistema, llamado cursus honorum, que regulaba la carrera pública durante la república. Aunque fue mutando a lo largo de los años y, en ocasiones, fue manipulado desde el poder en su propio beneficio, el cursus establecía condiciones que, incluso hoy en día, podrían parecernos sensatas y adecuadas. Entre ellas, por ejemplo, que la carrera política tenía que empezarse desde el peldaño más bajo para llegar al más alto. Es cierto que un abuso de la regulación podría cerrar el ejercicio de la política a determinadas personas o dejarlo en manos de las oligarquías, pero una regulación ambigua y partidaria -como la actual-demuestra que la falta de exigencia y de ordenamiento se traduce en una pobre calidad del servicio público y, por extensión, afecta a la vocación y a la valoración social de la política.

Cerrando el capítulo de los principios, tenemos que discutir si es oportuno que los ciudadanos participemos en todos los procesos electorales o, por el contrario, es mejor que algunos procedimientos se den al margen del pueblo. En España, por ejemplo, no se convocan elecciones para nombrar a los jueces del Tribunal Constitucional, ni tampoco - aunque parezca lo contrario - para elegir al Presidente. Es cierto que hay una correlación entre la composición del Parlamento y el candidato investido, pero lo que hacemos al depositar nuestro voto es darle nuestro apoyo a la lista de candidatos a Cortes que se presenta en nuestro distrito electoral. ¿Estamos de acuerdo con esa mezcla de poderes? ¿Nos parece bien, por ejemplo, que el Poder Judicial se ordene de espaldas a los ciudadanos? Yo opino que no hay argumentos en contra de una elección popular para cada poder. En el caso del judicial, nuestro sistema actual demuestra que, sin la intervención del pueblo, ya hay jueces populistas y jueces que promocionan no por sus méritos profesionales sino por sus simpatías y filiaciones, todo ello empeorado por el hecho de que, como todo queda en el terreno de los partidos, la preocupación por la calidad de la justicia sólo se toma en serio cuando los fallos del sistema provocan la ira del respetable, como hemos visto últimamente. ¿Un sistema electoral empeoraría todo eso?

Procedimientos simplitos... para gente simplita. ¿Eso es lo que queremos? Si los ciudadanos no empezamos a tratarnos a nosotros mismos como gente madura, capaz de reflexionar y de hacer valer nuestro criterio cuantas veces se nos pida que vayamos a las urnas... no va a hacerlo nadie por nosotros.

Para la democracia, siempre será mejor un sistema electoral que defina claramente quién, dónde, cuándo, cómo y qué podemos elegir, que abra la participación a todos los ciudadanos, que organice los poderes públicos desde el ciudadano
y que esté bien complementado con leyes que aseguren la higiene y la salud de la política que un sistema electoral "clásico" que, dentro de los parámetros tradicionales, se centre en resolver de un modo adecuado el problema de la representación y la representatividad, porque las circunstancias cambian, los ciudadanos se aburren, se cansan y se desentienden, los políticos se corrompen y, a la larga, todos los sistemas electorales se hacen viejos, pero la democracia necesita que la mantengan fresca, o se convierte en lo que tenemos en nuestro país.

Queda en el aire la pregunta: ¿Y qué clase de sistema electoral puede mejorar lo anterior?

El próximo día trataré de responder.